
Pesadilla en tiempos de peste
11 de agosto del 2022
Pesadilla en tiempos de peste
La peste me estrujaba el cuerpo, me comprimía los pulmones, me ajustaba la garganta. En la atmósfera que me envolvía, ya empezaba a percibir su cruel intención de asfixiarme. Pero, no quise ir al hospital. Me negué a internarme. Tuve miedo a los hombres de blanco. Sentí pánico de terminar en una bolsa negra.
Decidí aislarme en una habitación del tercer piso de la casa. Sin fuerzas para hablar, ni caminar, mucho menos para escribir, permanecí tendido sobre una tarima. La peste me prensaba tanto que no podía contestar ni siquiera el portátil que de rato en rato vibraba en la mesita rodante colocada junto a mi cama.
Mi respiración estaba volviéndose cada vez más defectuosa, fatigosa, tosigosa. Y, estuve ya casi resignado a la arbitrariedad del destino, cuando en ese instante, por la ventana entreabierta, se filtraron los aterradores gritos de un hombre que pedía auxilio. La desesperada voz que parecía ser del vecino de la casa contigua, decía: “¡No me maten por favor, quédense con todo, pero no me maten, no quiero morir!”.
Yo intenté levantarme de la tarima para asomarme a la ventana, pero mi cuerpo no respondía. Haciendo un enorme esfuerzo, apenas estuve tratando de voltear hacia el otro lado de la cama, cuando esta vez ya escuché nítidamente el desesperado grito de doña Leyla. “¡Malditos, me lo han matado a mi Leo, ahora me van a matar a mí, mátenme, malditos, mátenme de una vez…!”, dijo con voz sollozante. Luego, ya no se le escuchó más.
Esta vez, sin que me diera cuenta, una misteriosa fuerza me puso de pie. Arrastré con dificultad mis pies para acercarme hacia la ventana que da para el lado del jardín interior. Y, al asomarme lentamente, mis tenues pupilas me hicieron estremecer. Registraron dos cuerpos inertes, tendidos en el patio de la casa colindante. Yacían con las cabezas cubiertas con las mismas telas que habían sido asfixiados. Por la contextura de los cuerpos y la ropa que tenían puesta, los reconocí que eran don Leonardo y doña Leyla, propietarios de varios locales comerciales, y dueños de la casa vecina.
Varias horas más tarde, llegaron cuatro hombres con overoles negros. Calzaban botas de jebe y tenían guantes de hule. Todos sus cuerpos estaban protegidos desde la cabeza a los pies. Hasta sus rostros los tenían cubiertos con mascarillas y caretas. Ni siquiera sus ojos se podía ver. Apenas logré leer sobre sus espaldas, la inscripción con letra blanca, que decía: Minsa.
Junto a los hombres de negro, aparecieron Franz, Manolo, Leandro y Gliceria, los cuatro hijos de las víctimas. Simulando estar tristes, estaban con la cabeza baja. Uno de los hombres de Minsa que tomó nota, preguntó por la hora que habían fallecido. Uno de los hermanos dijo que su padre había muerto la tarde del día anterior y su madre amaneció sin vida esa mañana. “El covid está arrasando con mucha gente”, dijo el otro.
En instantes en que los hombres embolsaban los cadáveres, Gliceria levantó la mirada hacia la ventana desde donde mis azorados ojos los registraban, y de inmediato empezó a llorar a gritos. Se cogió los cabellos. Se jalaba la blusa. Caminó de un lado a otro clamando por sus padres. Leandro se acercó tratando de “consolarla” y parece que ella aprovechó el momento para susurrarle que yo estaba mirándolos. Pues, de inmediato, él se sentó simulando sollozar, mientras que Franz y Manolo aún no lograban entenderlos.
Poco después de que se habían llevado los cadáveres, los cuatro hermanos volvieron a aparecer en el jardín. Lloraban, gritaban y clamaban cual desdichadas víctimas de una inesperada desgracia. Y, de cuando en cuando miraban a la ventana donde yo había quedado casi congelado.
Quise decirles hipócritas. Pero no podía articular ni siquiera una palabra. Unicamente pensé, que la deletérea pandemia era una perfecta coartada, para ajustar cuentas, eliminar enemigos y enterrarlos sin necropsia. Suspiré diciéndome, cuánta gente más estaría corriendo la misma suerte que don Leonardo y doña Leyla.
En ese instante recordé, que los cuatro hijos se habían enemistado con sus padres, el día en que ambos se negaron a aceptar el anticipo de legítima que ellos les exigían. Entonces, deduje que la pandemia les había caído como el agua a la sed.
Me sentía tan indignado que estuve a punto de gritarles ¡asesinos! Pensé también, advertirles, que luego de la peste, se pudrirían en la cárcel. Pero, ya no fue posible. Mis párpados se abrieron. Desperté. Sí, desperté asustado, en instantes en que mis oídos percibían que de alguna casa vecina se filtraba por la ventana, la popular radio de noticias, en la que el reclutado médico de siempre, seguía desacreditando las propiedades de la ivermectina.
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Pesadilla en tiempos de peste
11 de agosto del 2022
Pesadilla en tiempos de peste
La peste me estrujaba el cuerpo, me comprimía los pulmones, me ajustaba la garganta. En la atmósfera que me envolvía, ya empezaba a percibir su cruel intención de asfixiarme. Pero, no quise ir al hospital. Me negué a internarme. Tuve miedo a los hombres de blanco. Sentí pánico de terminar en una bolsa negra.
Decidí aislarme en una habitación del tercer piso de la casa. Sin fuerzas para hablar, ni caminar, mucho menos para escribir, permanecí tendido sobre una tarima. La peste me prensaba tanto que no podía contestar ni siquiera el portátil que de rato en rato vibraba en la mesita rodante colocada junto a mi cama.
Mi respiración estaba volviéndose cada vez más defectuosa, fatigosa, tosigosa. Y, estuve ya casi resignado a la arbitrariedad del destino, cuando en ese instante, por la ventana entreabierta, se filtraron los aterradores gritos de un hombre que pedía auxilio. La desesperada voz que parecía ser del vecino de la casa contigua, decía: “¡No me maten por favor, quédense con todo, pero no me maten, no quiero morir!”.
Yo intenté levantarme de la tarima para asomarme a la ventana, pero mi cuerpo no respondía. Haciendo un enorme esfuerzo, apenas estuve tratando de voltear hacia el otro lado de la cama, cuando esta vez ya escuché nítidamente el desesperado grito de doña Leyla. “¡Malditos, me lo han matado a mi Leo, ahora me van a matar a mí, mátenme, malditos, mátenme de una vez…!”, dijo con voz sollozante. Luego, ya no se le escuchó más.
Esta vez, sin que me diera cuenta, una misteriosa fuerza me puso de pie. Arrastré con dificultad mis pies para acercarme hacia la ventana que da para el lado del jardín interior. Y, al asomarme lentamente, mis tenues pupilas me hicieron estremecer. Registraron dos cuerpos inertes, tendidos en el patio de la casa colindante. Yacían con las cabezas cubiertas con las mismas telas que habían sido asfixiados. Por la contextura de los cuerpos y la ropa que tenían puesta, los reconocí que eran don Leonardo y doña Leyla, propietarios de varios locales comerciales, y dueños de la casa vecina.
Varias horas más tarde, llegaron cuatro hombres con overoles negros. Calzaban botas de jebe y tenían guantes de hule. Todos sus cuerpos estaban protegidos desde la cabeza a los pies. Hasta sus rostros los tenían cubiertos con mascarillas y caretas. Ni siquiera sus ojos se podía ver. Apenas logré leer sobre sus espaldas, la inscripción con letra blanca, que decía: Minsa.
Junto a los hombres de negro, aparecieron Franz, Manolo, Leandro y Gliceria, los cuatro hijos de las víctimas. Simulando estar tristes, estaban con la cabeza baja. Uno de los hombres de Minsa que tomó nota, preguntó por la hora que habían fallecido. Uno de los hermanos dijo que su padre había muerto la tarde del día anterior y su madre amaneció sin vida esa mañana. “El covid está arrasando con mucha gente”, dijo el otro.
En instantes en que los hombres embolsaban los cadáveres, Gliceria levantó la mirada hacia la ventana desde donde mis azorados ojos los registraban, y de inmediato empezó a llorar a gritos. Se cogió los cabellos. Se jalaba la blusa. Caminó de un lado a otro clamando por sus padres. Leandro se acercó tratando de “consolarla” y parece que ella aprovechó el momento para susurrarle que yo estaba mirándolos. Pues, de inmediato, él se sentó simulando sollozar, mientras que Franz y Manolo aún no lograban entenderlos.
Poco después de que se habían llevado los cadáveres, los cuatro hermanos volvieron a aparecer en el jardín. Lloraban, gritaban y clamaban cual desdichadas víctimas de una inesperada desgracia. Y, de cuando en cuando miraban a la ventana donde yo había quedado casi congelado.
Quise decirles hipócritas. Pero no podía articular ni siquiera una palabra. Unicamente pensé, que la deletérea pandemia era una perfecta coartada, para ajustar cuentas, eliminar enemigos y enterrarlos sin necropsia. Suspiré diciéndome, cuánta gente más estaría corriendo la misma suerte que don Leonardo y doña Leyla.
En ese instante recordé, que los cuatro hijos se habían enemistado con sus padres, el día en que ambos se negaron a aceptar el anticipo de legítima que ellos les exigían. Entonces, deduje que la pandemia les había caído como el agua a la sed.
Me sentía tan indignado que estuve a punto de gritarles ¡asesinos! Pensé también, advertirles, que luego de la peste, se pudrirían en la cárcel. Pero, ya no fue posible. Mis párpados se abrieron. Desperté. Sí, desperté asustado, en instantes en que mis oídos percibían que de alguna casa vecina se filtraba por la ventana, la popular radio de noticias, en la que el reclutado médico de siempre, seguía desacreditando las propiedades de la ivermectina.